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Léeme

Shogun, de James Clavell

Shogun, de James Clavell Llegué a este maldito país de los dioses, o del sol naciente, ya hace años, y aunque convivo (a la fuerza) con los japoneses, y he conseguido hablar su idioma, sigo sin entenderlos y me parece empresa inalcanzable para un occidental como yo. En el camino nos dejamos a casi toda la tripulación del Erasmus, mi buque, un bergantín holandés, del que soy piloto y capitán accidental, ya que el capitán también pereció a poco de llegar aquí. Separado de los pocos marineros que quedaban vivos, me cupo en suerte, o en desgracia, incorporarme a la vida japonesa, pasando a formar parte del séquito de uno de los más importantes daimíos, o señores feudales, del Japón. Me entretienen enseñando a las tropas a manejar los mosquetes, pero la verdadera razón de que conserve el pellejo es que soy usado como un peón más en este ajedrez que juegan los señores feudales en sus luchas por el poder. El poder siempre va ligado al dinero, y el dinero aquí va ligado al comercio de la seda con China, monopolio de los jesuítas, españoles y portugueses y enemigos de mi reina. Cada año llenan hasta arriba un gran barco, el barco negro, con los tesoros que mandan a su país, pero que sería presa fácil para un ágil bergantín bien armado como el mío, si es que un día me dan una tripulación y me dan via libre. Pero no todo son desventuras, también he aprendido cosas de ellos. He aprendido a ir limpio, esta gente es limpísima, no entran en sus casas con los zapatos llenos de barro como en mi tierra, ni las tienen llenas de excrementos animales, ni son sucias, oscuras y mal ventiladas, no. Aquí la pieza que no puede faltar en una casa es el gran baño caliente, una delicia desconocida en Europa, y las casas son de papel. Al principio no entendía por qué las hacen tan frágiles, pero en mi primer terremoto, cuando unas cayeron y muchas se incendiaron, lo comprendí: por la noche estaba todo reparado y como nuevo. Su organización social es simple y funciona a la perfección, no hay apenas leyes y el único castigo para todos los delitos es la muerte. Hay campesinos, que poseen y trabajan la tierra y la pesca; "eta" que son gente de ínfima condición, comen carne, y son dedicados a trabajos penosos; y comerciantes. El dueño de la casa manda en su servidumbre y su palabra es ley: Ni tan siquiera tienen nombre, se les llama "cocinera", "doncella" o "jardinero" y por ese nombre atienden. Y samuráis. Los samuráis, guerreros, imponen su ley, su voluntad y su gobierno a las clases trabajadoras. Que un campesino no agacha lo suficiente la cabeza para saludar... se le corta. O por cualquier otro crimen, pequeño delito, o simple descuido. Están locos. Son unos fanáticos entregados a sus señores, por quienes dan gustosos la vida con una simple orden. Su política es un juego de intrigas, traiciones y engaños, pero eso sí, con buenas formas. Aquí, si hay una ley, es la de la cortesía. Hay que saludar inclinando la cabeza, colocarse en su lugar en el extricto protocolo, llamar a la gente "san", honorable; coger la taza de té dándole la vuelta; y preguntar por los parientes y hablar del tiempo un buen rato hasta poder ir al grano en las conversaciones. Y cualquier olvido puede ser nefasto. ¿Y la vida íntima? ¡Santo Dios, no tienen pudor estas gentes! Se bañan desnudos y revueltos ellos con ellas en el mar, o en el baño doméstico. Las conversaciones "de almohada" son corrientes, y se tratan cuestiones vergonzantes con la mayor naturalidad. La esposa mete mujeres en el tatami del esposo para satisfacer sus necesidades, o ve con agrado que vaya a la casa de té a acostarse con rameras de distintas categorías ¡que hasta escalafón tienen las putas! A mí me casaron, simplemente, diciéndome: Esa es tu esposa. Ya está.
Pero sin duda lo peor de todo es la comida. Arroz, siempre arroz, verduras medio crudas y pescado crudo del todo o en conserva. ¡Cazan por gusto y dan sus presas a los "eta" con asco! Y bebida ni hay, tan sólo "sake" un vino flojo de arroz con el que ellos llegan a emborracharse, pero yo, acostumbrado al coñac y el ron, no lo consigo.
-Me temo que no estás siendo justo ni imparcial en tu comentario, Anjín-san.
-Disculpa, Mariko, no había visto que estabas ahí. Eres tan silenciosa. Permíteme que te presente: esta es dama Toda, mi traductora e introductora en los entresijos de la vida nipona. Una samurái de la más elevada categoría, que sirve, como yo, a nuestro señor Toranaga.
-Te estás dejando, perdona que te lo señale, que la tierra de los dioses es también la cuna del arte y el refinamiento. Si toda la sabiduría vino de China, como también vino el señor Buda, aquí encontró donde poder florecer en todo su esplendor. Somos el país de la poesía, donde cada acto importante en la vida se refleja con un pequeño poema. Poema que se escribe con graciosa caligrafía y que conmueve los espíritus.
-Sí, dama Toda, conocí por primera vez vuestros delicados poemas cuando el señor Yabú compuso uno extraordinariamente sensible mientras cocía vivo, a fuego lento, a un miembro de mi tripulación.
-Una desdichada ocasión, pero ¿qué es la vida? Sólo existe el ahora.
-Sí, sólo existe el ahora decís. Obráis a impulsos, moviéndoos según vuestro código del honor, vuestro bushido, y sin pensar en qué os deparará el mañana.
-Te equivocas, Anjín-san, de hecho, el verdadero protagonista de este libro no eres tú, ni soy yo, sino nuestro señor, el honorable Toranaga-sama, que ve más allá que nosotros, y nos mueve como títeres en la sombra.
-Sí, el gran señor Toranaga-sama, que un día llegará a ser el Shogún, el supremo dictador de todo Japón.
-Tú sabes que no es eso lo que desea.
-Sí, yo sé que no es eso lo que desea, y también sé que lo conseguirá.

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Oz -

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