Cuerda de presos, de Tomás Salvador
Con su permiso. Mi nombre es Serapio Pedroso Buján, para servir a Dios, a la Benemérita y a usted. Sí, soy un guardiacivil de los de hace... mucho tiempo, de cuando el señor Silvela era ministro de la Gobernacióny aquí me veo, embarcado por órdenes superiores en una conducción. Ah, que no sabe usted qué es eso de una conducción. Ya. Pues que un servidor, acompañado por otro guardia, uno joven y novato que se llama Silvestre Abuín Corvino, nos vamos a llevar a un preso desde Murias de Paredes, en tierras de León, hasta las Vascongadas, para que le den garrote. Andando, sí señor. El preso es Juan Díaz de Garayo y Argandoña, por mal nombre "El Sacamantecas" y también "El Zurrumbón". Lo llevamos atado de manos, y uno a cada lado, con los naranjeros cargados y con órdenes extrictas en caso de que se dé a la fuga.
Yo, sabe usted, sólo quiero acabar el servicio lo antes posible y sin problemas, por eso duermo con un ojo abierto, que para el nuevo es su primera conducción y tiene mucho que aprender aún. Y para el preso es la última y no tiene nada que perder, si no es antes de tiempo. Ya ve usted qué linda excursión sería si no tuviera que compartir uno camino con un asesino, que a saber lo que estará discurriendo para escabullírsenos o hacernos algún daño. Encima, claro, hay que evitar las carreteras principales, que esto no es un espectáculo público, así que aquí vamos, tragando polvo de varias provincias, durmiendo cada día en un municipio, de cuartelillo en cuartelillo, de ayuntamiento en ayuntamiento, y recibiendo la etapa que nos dan de rancho, y alguna cosa que siempe cae porque las buenas gentes se apiadan del reo y sus conductores. Lo largo que se hace, y que conviene no caer en el aburrimiento, pero tampoco es cosa de darle conversación al reo, claro, que, además, bastante tiene con sus pensamientos. El guardia Silvestre y yo, y el otro, nos vamos encontrando con gente de todos los pelajes en cada jornada, y todos tienen algo que decir y aun mucho que silenciar el rato que nos acompañan, o en el que nos cruzamos, ante una bota de vino y una hogaza de pan y su queso o su chorizo. Por todas partes despierta curiosidad, y no poco espanto, esta estampa que formamos, los dos tricornios con el penado en medio, y esa cara que traemos los tres, de cansancio, de pena, de miedo y de rencor. Hay de todo en los caminos, desde los chiquillos que quieren tirarle piedras, hasta la vieja que se santigua y se esconde; desde el campesino que te obsequia con lo poco que tiene para comer, hasta el que increpa al preso por rufián o a nosotros por ser sus verdugos. Y así de Murias a Vagarienza, de La Robla a Boñar, de Cegoñal a Puebla de Valdavia, de Poza de la Sal a Pancorbo, todo el camino hasta Vitoria, a escribir el punto final, entregar al reo, recoger el recibo y vuelta a León, pero esta vez ya con el fusil colgado, y sin cartucho.
Y luego el señor Cánovas tiene el cuajo de llamarnos asesinos en el Congreso, y cállate, Serapio, que me queda poco para la jubilación y ya que no me han ascendido a cabo, ni falta que me hace, al menos que acabe la fiesta en paz. Al menos al señor que escribió todo esto le dieron el Premio Nacional de Literatura y el Ciudad de Barcelona, él sí que sacó beneficio a costa nuestra.
Quede usted con Dios y disculpe el atrevimiento.
Yo, sabe usted, sólo quiero acabar el servicio lo antes posible y sin problemas, por eso duermo con un ojo abierto, que para el nuevo es su primera conducción y tiene mucho que aprender aún. Y para el preso es la última y no tiene nada que perder, si no es antes de tiempo. Ya ve usted qué linda excursión sería si no tuviera que compartir uno camino con un asesino, que a saber lo que estará discurriendo para escabullírsenos o hacernos algún daño. Encima, claro, hay que evitar las carreteras principales, que esto no es un espectáculo público, así que aquí vamos, tragando polvo de varias provincias, durmiendo cada día en un municipio, de cuartelillo en cuartelillo, de ayuntamiento en ayuntamiento, y recibiendo la etapa que nos dan de rancho, y alguna cosa que siempe cae porque las buenas gentes se apiadan del reo y sus conductores. Lo largo que se hace, y que conviene no caer en el aburrimiento, pero tampoco es cosa de darle conversación al reo, claro, que, además, bastante tiene con sus pensamientos. El guardia Silvestre y yo, y el otro, nos vamos encontrando con gente de todos los pelajes en cada jornada, y todos tienen algo que decir y aun mucho que silenciar el rato que nos acompañan, o en el que nos cruzamos, ante una bota de vino y una hogaza de pan y su queso o su chorizo. Por todas partes despierta curiosidad, y no poco espanto, esta estampa que formamos, los dos tricornios con el penado en medio, y esa cara que traemos los tres, de cansancio, de pena, de miedo y de rencor. Hay de todo en los caminos, desde los chiquillos que quieren tirarle piedras, hasta la vieja que se santigua y se esconde; desde el campesino que te obsequia con lo poco que tiene para comer, hasta el que increpa al preso por rufián o a nosotros por ser sus verdugos. Y así de Murias a Vagarienza, de La Robla a Boñar, de Cegoñal a Puebla de Valdavia, de Poza de la Sal a Pancorbo, todo el camino hasta Vitoria, a escribir el punto final, entregar al reo, recoger el recibo y vuelta a León, pero esta vez ya con el fusil colgado, y sin cartucho.
Y luego el señor Cánovas tiene el cuajo de llamarnos asesinos en el Congreso, y cállate, Serapio, que me queda poco para la jubilación y ya que no me han ascendido a cabo, ni falta que me hace, al menos que acabe la fiesta en paz. Al menos al señor que escribió todo esto le dieron el Premio Nacional de Literatura y el Ciudad de Barcelona, él sí que sacó beneficio a costa nuestra.
Quede usted con Dios y disculpe el atrevimiento.
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